Gaudi/Mies

 El siglo XX nos regaló arquitectos que no podrían ser más opuestos, pero igual de brillantes: Mies van der Rohe y Antoni Gaudí. Cada uno nos enseña que la creatividad puede hacer que un edificio no solo se vea bonito, sino que te haga parar en seco y repensar el espacio. Mies iba por lo esencial, todo puro y sin excesos. Gaudí, al revés, explotaba con colores y formas que parecen sacadas de un sueño orgánico.

Sin embargo, en el fondo compartían algo: usaban la arquitectura para cazar belleza con una mirada fresca y personal. Primero, mira a Mies: para él, todo era claridad brutal, materiales que no mienten y una lógica que fluye sola, como en el Pabellón de Barcelona o el Seagram. "Menos es más" era su mantra —la belleza nace de la proporción impecable, el vidrio que no acaba y el acero que muestra sus tripas. Crea paz con luz y estructura desnuda; su genio está en contenerse, en pensar hondo sin ruido.

Gaudí, por otro lado, trataba los edificios como criaturas vivas, copiando a la naturaleza sin filtros. Sagrada Familia, Casa Batlló, Parque Güell: curvas que se retuercen, mosaicos que explotan en color, columnas como troncos retorcidos. Imita cómo crece un árbol o una ola, buscando belleza en el movimiento, la emoción y ese "wow" que te deja admirando. Rompe moldes para que la arquitectura se sienta espiritual, casi mágica.

En el fondo, estos dos extremos prueban lo mismo: la arquitectura brilla cuando un artista la ve a su manera y la convierte en espacio que nos mueve. De polos tan lejanos nacieron iconos eternos, llenos de sensibilidad y punch creativo. Al final, ambos nos dicen que un buen edificio no es solo paredes —es una forma de mirar el mundo y hacerlo nuestro.

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